sábado, 13 de abril de 2013

Los rincones del olvido.



Y un día los mensajes dejaron de llegar.

Él dejó de responder y ella dejó de esperar.

Cuando eso pasaba, siempre culpaban al correo; claro, siempre era el papeleo, la aduana, el transporte del mismo, la burocracia… pero siempre había respuesta. ¿Qué más daba esperar unos días más si tenían la certeza de encontrar un sobre a la puerta de la casa?

Él, con su letra algo torpe a mitad del renglón, desvariando de vez en cuando para tratar de llenar las hojas por ambos lados. Hojas de libreta cortadas meticulosamente con tijeras para que no quedara rastro de que alguna vez estuvieron unidas por un espiral, luego con varios dobleces para que quedara bien dentro del sobre, con tres o cuatro sellos; no le importaba el precio.

Ella, con una letra pequeña, cursiva y un poco ilegible, siempre sobre el renglón y poniendo esa sangría al principio de cada párrafo con su tinta fina siempre azul. Los restantes del espiral metálico quedaban ahí, a ella no le importaba demasiado eso, pero los dobleces los hacía con sumo cuidado para no repetirlo, entonces cerraba el sobre con la misma escrupulosidad, uno o dos sellos y listo. 

Así era cada mes. Al llegar a su casa él encontraba el sobre en el buzón del correo de la puerta y aún cuando no viera lo que había escrito, sabía que era para él. Lo abría de camino a su habitación, leía y esperaba a la noche para escribir la respuesta.

Ella, al abrir la puerta del departamento veía sobre la alfombrilla de bienvenida, algunos sobres de cuentas y el que había viajado. Los tomaba todos y los dejaba sobre la mesa, excepto el sobre predilecto, el cual mantenía en manos hasta llegar a la cama, tirarse y abrirlo con cuidado de no romperlo. Leía, releía y comenzaba a buscar hojas y pluma para escribir en ese momento.

Sus cartas decían de todo. Desde cualquier tontería hasta algún destello del cariño que se tenían y reflejaban algo tan puro como los sobres que las contenían. Guardaban esperanzas y tal vez algo más, las disfrutaban en silencio y soledad, escuchando la voz del otro mentalmente.

Pero así como el agua del mar erosiona las rocas, el tiempo comenzó a hacerlo con los dos. Eran un poco realistas, un poco tontos quizá y pese a sus promesas escritas y pactos sellados con algún regalo, alguna pulsera o collar, fotos de atardeceres, el mar entre ellos se fue ensanchando.

Ya no era solo la distancia, no era tampoco solo el tiempo. Era el crecer, el madurar. Encontrar trabajo, encontrar el amor. Posponer poco a poco las respuestas, reducir las cartas al año sin darse cuenta y también los renglones usados.

Sí, se estaban olvidando sin proponérselo, sin darse cuenta comenzaba a irse el entusiasmo de los primeros meses. Del primer año. 

La cadena del collar que él le había mandado y no se quitaba ni para dormir, se trozó un día. La guardó en un cajón pensando en arreglarla por sí misma en un futuro y ahí quedó. Por otro lado, la muñequera que él llevaba y se había marcado en su brazo izquierdo, había terminado por desgastarse y un día la dejó en su habitación antes de salir a nadar. Se perdió en la infinidad del cuarto de un chico como él.

Aún así, éste no es el fin de la historia, ni si quiera podría decirse que ha llegado a su fin. Así es esto; olvidas y eres olvidado. Cuando eres grande y te sucede, lo entiendes. Sin embargo, las personas que dejan huella en ti, no son olvidadas del todo.

Su recuerdo se queda en ese bolsillo, en ese cajón, en ese rincón olvidado de nuestra habitación y algún día lo volvemos a encontrar. ¿Qué si alguno volverá a escribir una carta? No lo sé, yo solo espero que así sea.

-Diana Brubeck.

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