viernes, 14 de septiembre de 2012

Cuéntame un Cuento



Aún lo recuerdo.

Siempre pedía un cuento antes de dormir. Papá con gusto tomaba un libro pequeño, de pasta dura, con muchos dibujos y pocas letras, mientras que otras veces extendía la cobija hasta el cuello y pensaba un rato, inspirándose en lo que  le hubiese pasado aquel día o en algo de la habitación.

Era como un ritual. Él entraba en el cuarto, cuyo piso estaba cubierto por una alfombra de colores, crayolas, acuarelas, gises, pinceles y hojas, y en medio encontraba a una tierna criatura que se apenaba al verse sorprendida por aquella figura en el umbral, pero en un segundo se emocionaba y corría a limpiarse, para mostrar con ímpetu sus primeras obras de arte antes de entrar por cuenta propia en la pijama azul con estrellas plateadas y saltar en la cama repleta de peluches.

Papá se aclaraba la garganta luego de la petición de todas las noches y comenzaba cada relato con una frase diferente. Convertía a los osos y demás muñecos de felpa en villanos, guerreros, príncipes, princesas, doncellas, magos, héroes, elfos, hadas… las paredes decoradas con colores pasteles y algún garabato, se desmoronaban con suavidad para dar paso a paisajes de praderas verdes, inmensos castillos de piedra, campamentos de gitanos y el techo con estrellas fluorescentes, se volvía un cielo verdadero donde volaban dragones lanzallamas, testigos de todas las travesías que la tersa y profunda voz de mi padre se encargaba de guiar.

Un día, sin darme cuenta, noté como las paredes se volvieron blancas en su totalidad, cubiertas de pósters de artistas y fotos de personas, fortaleciendo aquellos cuatro muros para volver la habitación el lugar más seguro e impenetrable del mundo.

El letrero de la puerta ya no tenía un nombre, sino una advertencia de tocar antes de entrar. El cielo se había visto nublado por muchas nubes blancas hasta volverse liso, con un sol blanco incandescente en el medio y los peluches alborotados en los estantes, dejaron sus lugares a libros gordos de ficción, diccionarios y alguna que otra enciclopedia.

Los cuentos ya no los contaba papá. Ya no había quién le hiciera aquella petición. El contenido del armario cambió; no más vestiditos rosas y floreados, ahora había shorts, pantalones de mezclilla, vestidos ajustados y ligeramente cortos que eran comúnmente acompañados por tacones. 

Los zapatitos de charol y los huaraches blancos fueron suplantados por tenis negros, botas y botines. No había perfumes de Hello Kitty o marcas infantiles. Ahora eran botellas de cristal con otras marcas, otras cajas. Álbumes de fotos apilados en un cajón, incluso los colores y óleos cambiaron, así como las cosas que solía plasmar en los cuadros.

Una computadora sobre el escritorio de madera, ocupa el espacio que antes tenía un tocador de plástico, en el rincón hay varias mochilas y un bajo con su amplificador en otra esquina. Los alhajeros tienen ahora plata y oro, ya no hay collares de aleaciones de plástico con diamantina. Caía rendida no después de un día jugando, sino de una tarde estudiando, arrullada ya no por aquella grave voz, si no por el sonido de alguna canción.

¿En qué momento cambié las sábanas de princesas por unas con diseños geométricos y colores elegantes? ¿Cuándo comencé a pintar las uñas con esmaltes negros en lugar de poner un color en cada dedo? ¿De qué manera esos conjuntos de pijamas cambiaron por un pants gastado y una playera grane, holgada y vieja? ¿Cómo es que ahora solo quedaban tres peluches a la cabecera de la cama? ¿Desde cuándo las paredes y el techo eran lisos y uniformes? ¿Hace cuánto no se desprendían para dejar de ver un paisaje?

Tocaron a la puerta y tras ceder la entrada, vi a mi padre. Ya no me parecía gigante y su cabellera comenzaba a esfumarse en la frente y a tomar tonos grisáceos en algunas partes, pero eso no le impedía subir cada noche a desearme dulces sueños. Le sonreí, sentándome en el colchón y esperando a que se acercara más.

-Cuéntame un cuento –le pedí. Se sentó a la orilla con una curiosa sonrisa en el rostro y un resplandor en los ojos que había despertado como un niño en navidad. Aclaró su garganta y tras la primera frase, vi de nuevo a aquel dragón carmesí desgarrar el techo.

1 comentario:

  1. Wow. No tengo más, Tary. Me has dejado impresionada♥ Yo aprecio en particular muchísimo a mi padre y siempre estamos riendo, abrazandonos, contandonos cuentos y todo C: tu relato me llega al alma, que hermoso, gracias :3

    ResponderEliminar