Y un día los mensajes dejaron de
llegar.
Él dejó de responder y ella dejó
de esperar.
Cuando eso pasaba, siempre
culpaban al correo; claro, siempre era el papeleo, la aduana, el transporte del
mismo, la burocracia… pero siempre había respuesta. ¿Qué más daba esperar unos
días más si tenían la certeza de encontrar un sobre a la puerta de la casa?
Él, con su letra algo torpe a
mitad del renglón, desvariando de vez en cuando para tratar de llenar las hojas
por ambos lados. Hojas de libreta cortadas meticulosamente con tijeras para que
no quedara rastro de que alguna vez estuvieron unidas por un espiral, luego con
varios dobleces para que quedara bien dentro del sobre, con tres o cuatro
sellos; no le importaba el precio.
Ella, con una letra pequeña,
cursiva y un poco ilegible, siempre sobre el renglón y poniendo esa sangría al
principio de cada párrafo con su tinta fina siempre azul. Los restantes del
espiral metálico quedaban ahí, a ella no le importaba demasiado eso, pero los
dobleces los hacía con sumo cuidado para no repetirlo, entonces cerraba el
sobre con la misma escrupulosidad, uno o dos sellos y listo.
Así era cada mes. Al llegar a su
casa él encontraba el sobre en el buzón del correo de la puerta y aún cuando no
viera lo que había escrito, sabía que era para él. Lo abría de camino a su
habitación, leía y esperaba a la noche para escribir la respuesta.
Ella, al abrir la puerta del
departamento veía sobre la alfombrilla de bienvenida, algunos sobres de cuentas
y el que había viajado. Los tomaba todos y los dejaba sobre la mesa, excepto el
sobre predilecto, el cual mantenía en manos hasta llegar a la cama, tirarse y
abrirlo con cuidado de no romperlo. Leía, releía y comenzaba a buscar hojas y
pluma para escribir en ese momento.
Sus cartas decían de todo. Desde
cualquier tontería hasta algún destello del cariño que se tenían y reflejaban
algo tan puro como los sobres que las contenían. Guardaban esperanzas y tal vez
algo más, las disfrutaban en silencio y soledad, escuchando la voz del otro
mentalmente.
Pero así como el agua del mar
erosiona las rocas, el tiempo comenzó a hacerlo con los dos. Eran un poco
realistas, un poco tontos quizá y pese a sus promesas escritas y pactos
sellados con algún regalo, alguna pulsera o collar, fotos de atardeceres, el
mar entre ellos se fue ensanchando.
Ya no era solo la distancia, no
era tampoco solo el tiempo. Era el crecer, el madurar. Encontrar trabajo,
encontrar el amor. Posponer poco a poco las respuestas, reducir las cartas al
año sin darse cuenta y también los renglones usados.
Sí, se estaban olvidando sin
proponérselo, sin darse cuenta comenzaba a irse el entusiasmo de los primeros
meses. Del primer año.
La cadena del collar que él le
había mandado y no se quitaba ni para dormir, se trozó un día. La guardó en un
cajón pensando en arreglarla por sí misma en un futuro y ahí quedó. Por otro
lado, la muñequera que él llevaba y se había marcado en su brazo izquierdo,
había terminado por desgastarse y un día la dejó en su habitación antes de
salir a nadar. Se perdió en la infinidad del cuarto de un chico como él.
Aún así, éste no es el fin de la
historia, ni si quiera podría decirse que ha llegado a su fin. Así es esto;
olvidas y eres olvidado. Cuando eres grande y te sucede, lo entiendes. Sin
embargo, las personas que dejan huella en ti, no son olvidadas del todo.
Su recuerdo se queda en ese
bolsillo, en ese cajón, en ese rincón olvidado de nuestra habitación y algún
día lo volvemos a encontrar. ¿Qué si alguno volverá a escribir una carta? No lo
sé, yo solo espero que así sea.
-Diana Brubeck.
No hay comentarios:
Publicar un comentario